Pongamos que un youtuber glorioso, de los de muchos ceros en sus contadores de seguidores, se embolsa unos 300.000 euros al mes por el contenido que genera, almacena y distribuye a través de Internet. Y pongamos que mañana el popular influencer sufre un trágico accidente que sesga su fugaz y emulada vida. ¿Qué pasa con su legado, con la monetización de sus vídeos? ¿A quién pertenece su trayectoria y obras, alegremente subidas a la red haciendo millonarias a la marcas que hasta ahora mismo las patrocinaban?
O pongamos que el ganador del Premio Planeta de este año lleva meses escribiendo la gran novela del siglo XXI y que, repentinamente, en plena noche, deja de respirar. ¿Quién se hace cargo de tal dote, de quién es la propiedad intelectual de los capítulos redactados?
Y pongamos que sufres un accidente y falleces hoy mismo. ¿En tierra de quién permanecen todos sus datos cedidos sin pudor a Internet, quién manejará tus perfiles en las redes, a dónde irán a parar sus instantáneas con tanto celo protegidas de solicitudes de amistad no aceptadas? Pues desde hace algunos años los españoles tienen un derecho más: el del testamento digital, recogido en la Ley de Protección de Datos.
En sus últimas voluntades podrán nombrar ahora también los mortales al beneficiario de la información personal almacenada en la red, incluyendo cuentas de correo o perfiles de plataformas sociales, y especificar al «albacea» que obedezca las instrucciones recibidas para la utilización o eliminación de sus cuentas.
En caso contrario, serán los familiares los que podrán solicitar el acceso a estos datos, para pedir «rectificación o supresión», a menos que el fallecido (incluyendo a menores de edad) se hubiese negado expresamente.